Si mis padres no me ponen
hora de llegada a casa por las noches, yo supongo que es porque
no les importo. Con estas palabras, que sorprenden
a muchos padres, se expresaba un chico de unos catorce años;
en ellas podemos entrever que los hijos necesitan pautas y
normas para sentirse seguros.
Muchos de los descubrimientos
psicopedagógicos de los últimos años
parecen que no terminan de imponerse en nuestras teorías
educativas.
Hemos incorporado una necesaria y
adecuada tolerancia frente a las restricciones excesivas y
asfixiantes en las que se educaba antes; pero hay otros prejuicios,
esta vez de sentido contrario, es decir, de laxitud e indulgencia,
cercanos a la dejadez, que por miedo, ideas equivocadas y
mala comprensión del desarrollo psicológico
de los niños, nos paralizan a la hora de ejercer la
función de padres.
¿Ha fallado la educación
que conocemos?
Se trataba de que los hijos no sufrieran
los traumas que conlleva un exceso de represión. Se
hace hincapié en la necesidad de mostrarse afectuoso,
comunicativo e indulgente con las necesidades del niño
y muy tolerante con su comportamiento.
Este planteamiento es muy favorable
para facilitar el desarrollo sin ansiedades pero, en exceso,
implica jóvenes sin motivación, con dificultad
para decidir su futuro. Tanto emocional como económicamente
se mantienen en un estado de dependencia.
El fallo puede estar en que no aprendan
a enfrentarse con la realidad, con las inevitables frustraciones
de la vida. Parece que a fuerza de no negarles
nada, no llegan a desarrollar la fuerza para conseguir
las cosas por sí mismos. Esa fuerza es necesaria para
conseguir el éxito en cualquier campo y no sólo
en el aspecto escolar.
Los padres, actualmente, nos sentimos
confusos y desorientados al tener que decidir entre seguir
la propia intuición, los modelos en que fuimos educados
y los ejemplos que se ven en otros padres y en los medios
de comunicación. El resultado es un comportamiento
contradictorio.
Es difícil exigir a los hijos
que cumplan la parte del trato implícito que supone
la convivencia: yo doy, tú das. Hay muchos
motivos, veamos algunos:
Nos
asusta defraudarlos
No
sabemos o no queremos decir no
No
queremos frustrarlos,... ya sufrirán cuando sean
mayores
Nos
preocupa ser considerados autoritarios
No
queremos que sufran lo que nosotros sufrimos
Compensamos
la falta de tiempo y dedicación con una actitud indulgente
(y culpable)
Tenemos
miedo al conflicto y a sus malas caras
Nos
parece que actuamos con egoísmo si imponemos normas
que nos faciliten la vida
Algunas ideas sobre el desarrollo: de
la dependencia a la individuación
Dicho muy brevemente, el estudio de lo
que se llama relaciones de objeto ha puesto de
manifiesto la importancia que en la primera infancia tiene
una relación estrecha y consistente con la madre (o
con la persona que habitualmente haga dicha función).
En esa época, cualquier separación, aunque sea
breve, el niño la vive con ansiedad.
Pero también se ha descubierto,
en el campo de la psicología del yo, que
tras esa primera etapa, el niño necesita separarse
de su madre, para diferenciar sus propios deseos y necesidades
de los de ella, para ir tomando conciencia de sí mismo
y de su individualidad.
La madre debe dejarlo no sólo separase
tanto como sea posible, según su edad, sino que debería
presentarse a sí misma como sujeto de necesidades egoístas,
con una vida propia, e ir alejándose de esa imagen
que tiene el niño de su madre como una extensión
de él que sólo existe para satisfacer sus necesidades.
Lo que se ha llamado un ambiente familiar
suficientemente bueno, es aquel que reacciona con cariño
a la vez que permite que el niño experimente, de modo
gradual y acorde con su maduración, una cantidad creciente
de frustración.
Es necesario proteger al niño pero
también dejar que se exponga gradualmente a experiencias
en las que no logre todo lo que desea. La capacidad del niño
para enfrentarse a la realidad depende de esto.
Este proceso de tolerancia a la frustración,
que se desarrolla paulatinamente, permite que el niño
aprenda a manejar su ansiedad y su agresividad. Cuando esto
no se realiza bien, el niño puede volverse apático
y pasivo o, por el contrario, irascible.
Algunas ideas que pueden servir de guía
La educación perfecta no existe,
sobre todo si la consideramos como un conjunto de normas utilizadas
como una receta; no hay un niño igual a otro ni siquiera
en la misma familia, así que más que fórmulas
estándar, podemos disponer de guías para orientarnos
en situaciones diversas.
Es
importante ser espontáneos, la intuición es
necesaria porque son los propios padres quienes conocen mejor
a sus hijos y el modo de ayudarles.
Nuestra
empatía, capacidad para ponernos en su lugar, nos permite
entender los motivos que ellos tienen para actuar y reaccionar
en una determinada situación y, desde ahí, podemos
enseñarles modos de afrontarla. Y también les
enseñamos eso tan importante para su vida que es saber
ponerse en el lugar del otro.
La coherencia es también muy importante porque uno
tiene que creer aquello que quiere enseñar. La contradicción
entre lo que se dice y lo que se hace invalida la norma que
o bien no se cumple o lleva a la mentira.
Por eso es tan importante que los padres actúen con
seguridad y sin contradicciones. Es sobre todo con un estilo
de comportamiento con lo que los hijos se identifican y al
que imitan. La norma concreta puede ser más o menos
discutida si se le transmite una forma de ser responsable
y honesta.
No
se trata de adiestrarlo, convertirlo en algo que deseamos,
tendremos más éxito si le ayudamos a descubrir
sus capacidades, personalidad..., y él también.
Los
castigos, en general, tienen pocos resultados, sobre todo
las humillaciones. Un niño criado en un ambiente de
discusiones, gritos, peleas, puede que reproduzca lo que ha
vivido. Los castigos en forma de malos tratos físicos
o verbales, convierten al niño en una persona agresiva
o, en el otro extremo también insano, en alguien temeroso
con serias dificultades para convivir.
A modo de resumen
Los padres debemos poner las normas que
consideramos justas, exigir que se cumplan, actuar con seguridad
y firmeza, desde el conocimiento de nuestros hijos y el cariño
que les tenemos, sabiendo que nosotros somos el modelo a imitar
y que nuestra valoración y respeto, son una meta y
una guía para ellos.
Para la O.N.U., en su Declaración
de los Derechos del Niño, éste deja de ser considerado
objeto de acciones para ser sujeto de derechos y obligaciones.
Dejémonos de miedos y complejos: en un ambiente favorable
de afecto y comunicación, ejerzamos de padres y exijamos
que nuestros hijos cumplan también su parte.
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