SEGUNDO. Estoy convencido. ¿Sabe a quién me recuerda en este momento? A un autor, conocido mío, que suplicaba de rodillas a una mujer, de quien estaba enamorado, que no asistiese al estreno de una obra suya.
PRIMERO. Su autor era modesto y prudente.
SEGUNDO. Temía que el tierno sentimiento que inspiraba dependiera de su mérito literario. PRIMERO. Cosa muy probable.
SEGUNDO. Y que un fracaso público lo rebajase a los ojos de su amante.
PRIMERO. Que al perder la estima perdiera el amor. ¿Le parece ridículo?
SEGUNDO. Así se lo juzgó. Pero su enamorada compró un palco, y nuestro autor tuvo el mayor éxito, y sólo Dios sabe cómo fue besado, festejado, mimado.
Denis Diderot. La paradoja del comediante. 1769